Argentina debe definir una política respecto al sector de hidrocarburos que equilibre los distintos intereses, cuando comienza a discutirse una nueva ley para los biocombustibles.
Por Victor Brontein *
En la Argentina muchas veces solemos ir a contramano del mundo, llevando adelante políticas que otros países están dejados de lado o poniendo en duda por ineficaces. Cuando, a pesar de las evidencias, estas políticas se siguen defendiendo apasionadamente por parte de algunos sectores, cabe preguntarse qué intereses hay detrás de estas posturas.
En esos casos es común comprobar que estamos ante un negocio que afecta a la competitividad de la economía y, por lo tanto, al bienestar de la mayoría de la población, especialmente a los sectores más vulnerables.
Este problema ocurre hoy con los biocombustibles. Ante la crisis económica producto de la pandemia, el mundo está girando hacia otras opciones energéticas y en nuestro país estos sectores nos quieren hacer seguir de largo o, dicho en forma coloquial, comernos la curva.
El desarrollo de los biocombustibles a nivel mundial estuvo impulsado por necesidades geopolíticas de EEUU y la Unión Europea para salir de la dependencia del petróleo.
En 2006, casi el 70% de las exportaciones de crudo provenían de la OPEP y EEUU importaba más del 60% de lo que consumía. Era una cuestión de seguridad nacional para esos países desarrollar alternativas al petróleo. En nuestro país estábamos en una situación similar.
El máximo de la producción de crudo se había alcanzado en 1998 y habíamos entrado en un proceso de clara declinación. Los biocombustibles parecían ser una alternativa y en 2006 se aprueba una ley para promocionarlos. Sin embargo, desde el comienzo, los biocombustibles fueron interpelados en el mudo por sus limitaciones y sus consecuencias negativas, entre ellas, su impacto sobre el precio de los alimentos.
En la “Conferencia de Alto Nivel sobre la Seguridad Alimentaria Mundial: los desafíos del Cambio Climático y la Bioenergía”, organizada por la FAO en junio de 2008, los participantes acordaron que era esencial evaluar detalladamente las perspectivas, riesgos y oportunidades que plantean los biocombustibles.
Las recomendaciones de la FAO se tomaron parcialmente ya que los países centrales, urgidos por sostener sus políticas, no las tuvieron en cuenta. Recién en 2018 la Unión Europea votó para terminar con los subsidios al aceite de palmaal entender que la deforestación de selvas tropicales trae como consecuencia más emisiones de CO2 que el ahorro por reemplazar a los combustibles fósiles.
El desarrollo de los recursos no convencionales en Estados Unidos cambió el escenario energético y, como consecuencia, la política sobre los biocombustibles a nivel global. Se alejó el temor por un posible agotamiento del petróleo y muchos países comenzaron a preguntarse para qué necesitamos a los biocombustibles si no generan una disminución significativa de gases de efecto invernadero, impactan en el precio de los alimentos, tienen costo fiscal y nunca van a poder reemplazar la eficiencia energética de los combustibles fósiles.
La Agencia Internacional de Energía publicó recientemente su informe sobre inversiones energéticas mundiales, el “World Energy Investment 2020”, donde remarca que el impulso político, no los beneficios económicos, sigue siendo el factor determinante para el crecimiento de los biocombustibles.
El año pasado, cuando todavía la pandemia no había emergido, la inversión global en biocombustibles, incluidos los biocombustibles líquidos, el biogás y el biometano, se había reducido a menos del 1% de la inversión total de la oferta de combustibles.
Desde finales de la década de 2000, cuando los biocombustibles disfrutaban de un apoyo político mucho más generalizado que impulsó su rápida expansión, la cantidad invertida en nuevas instalaciones de producción se ha reducido sustancialmente.
En 2019, las inversiones en la capacidad de producción de etanol y biodiesel disminuyeron en alrededor de 30%, en gran parte debido a la política de China, donde las inversiones en etanol se redujeron a la mitad en comparación con el año anterior por haber suspendido la obligación de mezcla de etanol al 10% en todo el país a fin de reducir la competencia por la producción del maíz y garantizar así la seguridad alimentaria del gigante asiático.
Por su parte, en Estados Unidos y Brasil las inversiones en etanol están impulsadas por políticas activas y de subsidios representadas por el “Renewable Fuel Standard” (RFS2) y “Renovabio”, respectivamente. Sin embargo, es probable que igualmente bajen las inversiones de biocombustibles en ambos países en 2020 debido a la caída de la demanda de naftas, lo que reducirá el impulso por nuevas inversiones en el corto plazo.
Los bajos precios del petróleo de este año traen una renovada incertidumbre al sector de los biocombustibles, donde las inversiones de capital a nivel global llegaron al mínimo de la década en 2019. En ausencia de un fuerte apoyo político, la erosión de los márgenes operativos puede conducir a la inactividad de las plantas y a un mayor recorte en inversión hasta que mejoren las condiciones, una tendencia ya visible en los Estados Unidos y en nuestro país.
En este contexto, Argentina deberá definir una política respecto al sector que equilibre los distintos intereses en un momento donde comienza a discutirse una nueva ley para los biocombustibles.
Hoy, el aporte de Argentina a los gases de efecto invernadero es de sólo el 0,6% de las emisiones globales por lo que nuestra política energética debe basarse en criterios de seguridad y eficiencia energética.
Recientemente se publicó que la pobreza en nuestro país alcanzó el 40,9% en el primer semestre. Con este dato impactante es urgente lograr una rápida recuperación económica a partir de la energía más barata posible. No estamos en condiciones de comprar la “agenda verde” de Europa y debemos establecer nuestros tiempos y prioridades para la transición energética.
*Victor Brontein es Director del Centro de Estudios de Energía, Política y Sociedad (Ceepys) Profesor Regular UBA